Comentario
Como dicen Elliott y Brown, el palacio del Buen Retiro fue un palacio para el rey. Exactamente para Felipe IV, a quien su valido el Conde Duque de Olivares ofreció un lugar de descanso y retiro. Quizá para que en él olvidara el declive del Imperio español. La voluntad del Conde Duque fue la principal impulsora de la construcción, pero la personalidad del soberano, su gusto por el arte y su afán coleccionista presidieron este conjunto, sencillo en la forma, anárquico en la traza pero magnífico en la riqueza y suntuosidad de sus interiores. Desconocemos si el rey pensó alguna vez en este palacio como expresión de la grandeza de la monarquía. No parece un planteamiento adecuado para un lugar de placer, pero sin embargo esa idea prevaleció en la decoración del más importante de sus salones: el Salón de Reinos o Salón Grande, como entonces se le denominaba. Entre 1634 y 1635 los artistas más ilustres de la época, -Velázquez, Zurbarán, Carducho, Maíno, Pereda, etc.-, pintaron para él escenas de triunfos bélicos y los retratos ecuestres de la familia real, siguiendo una tradición decorativa palaciega conocida con el nombre de Salón de la virtud del príncipe. Esta consistía en la ornamentación de salones de carácter público con imágenes destinadas a mostrar el poder y la gloria del soberano. Estos programas fueron muy utilizados en el siglo XVI debido a las condiciones políticas de la época, manteniéndose en el XVII, aunque concediendo cada vez mayor importancia a la alegoría, que fue sustituyendo paulatinamente a lo narrativo. Por consiguiente el planteamiento de la decoración del Salón de Reinos, basada en el relato de hechos históricos, era arcaizante en el momento de su realización, pero fue elegida conscientemente con la intención de mantener una tradición especialmente vinculada a los Habsburgo.Si la tradición prevaleció en el programa decorativo, también lo hizo en el origen del palacio, pues, como tantos otros edificios civiles españoles, nació relacionado con una construcción religiosa. Los trabajos iniciales, del que después sería un amplio conjunto arquitectónico, estuvieron destinados en principio sólo a reformar los departamentos de Felipe II existentes junto a la iglesia de San Jerónimo. Pero en 1631 el Conde Duque decidió ampliar estos cuartos reales convirtiéndolos en un auténtico palacio. En junio de 1632 aparece citado Alonso Carbonel (h. 1590-1660) como maestro de obras, alcanzando el título de maestro mayor al año siguiente. Lo más probable es que este arquitecto, autor también del convento de dominicas de Loeches, fundado por Olivares en 1633, fuera quien llevó a cabo la traza del palacio, que creció a lo largo de la década por yuxtaposición de edificios, que a su vez determinaban la multiplicación de patios, todo ello sin ningún tipo de planificación de conjunto. En 1633 se construyó la plaza principal de fiestas, con el Salón de Reinos en el centro del ala norte; poco después, la ermita de San Juan, la primera de las muchas que figuraron en el recinto; en 1634 y 1635, la Plaza Grande; hacia 1637, el Salón de Baile o Casón, el Picadero, el estanque Grande y el Ochavado, y finalmente, el teatro o coliseo entre 1638 y 1640.La rapidez de los trabajos dañó la calidad de la construcción, que presentaba en su aspecto exterior un diseño sobrio y austero, siguiendo la tipología de la arquitectura cortesana definida por Gómez de Mora en aquellos años.En resumen, este vasto conjunto, que carecía de la organización de simetría axial tan apreciada por los franceses, se configuró siguiendo únicamente criterios funcionales, al igual que las construcciones musulmanas con las que también coincide en la importancia concedida a las obras de carácter recreativo. Especialmente significativo es el protagonismo que tuvieron los jardines, justificado por la intención placentera que imperó en la concepción del palacio. Fueron diseñados a la italiana, al parecer por Crescenzi y Cosme Lotti, pero con un componente intensamente español: las numerosas ermitas que se levantaron en su interior.Arruinado a principios del XIX durante la Guerra de la Independencia, hoy sólo se conservan el ala norte del palacio, que alberga al Museo del Ejército, el Salón de Baile o Casón, y los jardines, aunque todo ello ha sufrido modificaciones decisivas con el paso del tiempo.